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sábado, 30 de julio de 2011

No hay segunda oportunidad para una primera impresión aunque debería haberla.


Somos tremendos. Nos solemos fiar únicamente de las apariencias para hacernos una idea sobre un asunto o lo que es peor, sobre una determinada persona a la que acabamos de conocer. ¿Cómo podemos ser tan soberbios para confiar en nuestra perspicacia natural y juzgar y etiquetar a alguien, sin tener ningún dato que nos corrobore que lo que estamos pensando tiene alguna apariencia en realidad?
Dicen algunos: “Es que mis intuiciones no fallan a la hora de conocer a una persona. Cuando me presentan a alguien, ya se muchas cosas sobre esa persona e incluso si me llevaré bien o mal con ella”.
¿Qué narices, objetivamente, podemos saber de un primer y fugaz encuentro? ¿Conocemos los sueños de esa persona? ¿Conocemos lo que le motiva, lo que le da pena, lo que le hace disfrutar o sufrir? ¿Conocemos cómo de tristes o alegres fueron sus años vividos? ¿Conocemos cómo ha llegado hasta dónde está y por qué caminos? ¿Conocemos adónde ha viajado y qué ha aprendido? ¿Conocemos en qué emplea su tiempo libre, con quién vive, quienes son sus amigos o si tiene muchos o pocos? ¿Conocemos qué opinión tiene sobre los temas que nos interesan? ¿Qué sabemos al respecto de su talento, de su inteligencia, de sus pasiones, de sus gustos …?
No sabemos nada en absoluto, pero ya le adjudicamos una etiqueta. A veces se rectifica, pero otras veces ni nos tomamos la molestia porque ya hemos llegado a una conclusión y nosotros nunca nos equivocamos.

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