Seguidores

jueves, 8 de septiembre de 2011

Es más fuerte el que es capaz de vencerse a sí mismo.


Es un hecho que la vida pone a prueba nuestra capacidad de contención cada vez que nos coloca en situaciones límite. Momentos en los que la presión resulta tan agobiante, que es fácil que se quiebre nuestro buen carácter habitual y acabemos reaccionando con un estallido repentino de excesiva violencia. Es importante cuando nos encontremos al borde de la "estampida", que ejerzamos cualquier esfuerzo tendente a sujetarnos y como prudente medida para evitar un perjuicio mayor.
El autocontrol es la clave. Evitar esa poderosa voz interior (que a medida que aumenta el conflicto, se va haciendo más audible) y que nos empuja a actuar sin pensar. Sin pensar, si, porque si nos dejara hacerlo seríamos capaces de frenar el ímpetu inicial y orientar la situación de una forma más favorable a nuestros intereses.
Complacer de inmediato los arranques de rabia, puede que sea una manera rápida y eficaz de liberar el enfado del momento, pero tan sólo unos segundos después viviremos la amarga decepción de no habernos sabido contener y haber dejado escapar sin freno (probablemente con excesiva crueldad y desproporcionada, por el "calenton" del momento), aquello que deberíamos haber callado ... y que, incluso, a lo mejor ni siquiera pensábamos así.
Si lo pensamos bien, cualquier réplica no inmediata, supone disponer de más tiempo para planear una respuesta, evaluar alternativas de acción y tantear pros y contras de nuestras reacciones. Todo son ventajas.
El autocontrol nos ayuda también a moderar otros impulsos más terrenales tales como el "no permitirnos" ciertas cosas, cuando creemos que nos perjudican. Esa voz interior que nos marca límites, 'no hagas eso', 'resiste esa tentación', 'prívate de aquello porque te sentará mal', la oímos todos claramente; algunos optan por hipnotizarla y otros por atenderla. Lo primero origina frustración, lo segundo eleva nuestra propia consideración.
Y además, los daños de la pérdida del control de uno mismo suelen ser devastadores. Las reacciones se contagian a gran velocidad y la rabia se expande a la de la luz. La destemplanza y la falta de respeto mutuo, acaban con más relaciones que casi cualquier otro motivo. Es muy difícil detener las heridas de un enfrentamiento feroz, provocado quizás por una absurda tontería y por no haber sabido callar a tiempo. Somos tan absurdos -o tan egoístas-, que por quedarnos a gusto, llegamos a decir palabras especialmente repugnantes, quién sabe si injustas también, que acaban estropeando de raíz algo que tenía todo el futuro. ¿Vale la pena?