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lunes, 10 de octubre de 2011

Odio.


Quien trata de vivir positivamente comprende pronto que el odio es un limitador de felicidad. Que es imposible ser feliz cuando guardamos rencor hacia alguien; mantenemos un malestar constante por lo que nos hicieron (aunque hayan pasado años) o estamos planificando el mal continuamente para compensar la deuda.
Lo malo del odio es que en él no hay posibles matices. La humillación recibida nos resulta incuestionable y cualquier opinión ajena que contradiga eso que pensamos, será rápidamente descartada, cuando no quemada en la hoguera y enlazada con rabia, extendiendo así el odio a todo aquel que no lo encuentre justificado: "¡Vete!, si no piensas como yo."
El odio desea destruir la fuente de la infelicidad. No transformarla en otra cosa, como por ejemplo el perdón y el olvido, sólo aniquilarla. Se desea el mal a quien consideramos que nos ha causado mal y en vez de permitir que la vida haga su trabajo, creo que siempre lo hace, se pretende restablecer por parte de quien odia la justicia y el equilibrio y ajustar cuentas como modo de sentirse artificialmente mejor.
El odio es como el amor invertido. Y es cierto que en la vida comprobaremos en muchas ocasiones aquello tan usual de que odio y amor son vecinos, y que basta cruzar una pequeña línea, para que el uno se convierta en el otro y quizás el otro en el uno. ¿El amor fuente de odio o el odio fuente de amor? No sé, pero si sé que el amor combinado con odio es más poderoso que el amor ... o que el odio.

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